Sobre el amor y las mujeres

Sobre el Amor y las Mujeres

Con motivo del 100º aniversario de Seguros Afemefa difundiremos un artículo histórico semanal, publicado en la revista oficial de la Asociación Ferroviaria Médico-Farmacéutica, para rememorar nuestros inicios con todos vosotros.

Además de su obra científica, Ramón y Cajal (Premio Nobel en Fisiología y Medicina en 1906) fue autor de varias obras literarias. Una de ellas fue Charlas de Café, una miscelánea de “pensamientos, anécdotas y confidencias”, en cuyo libro podemos encontrar el capítulo “Sobre el amor y las mujeres”.

A continuación, os dejamos este relato del afamado médico español, publicado en la revista Vida Ferroviaria en 1925.

 

Sobre el amor y las mujeres por S. Ramón Cajal

La hermosura es una carta de recomendación escrita por Dios y leída y admirada por todos los corazones. Lo malo es que, de vez en cuando, el diablo la intercepta furtivamente y falsifica la dirección definitiva. Y así, la hermosura que hubiera hecho la ventura de un discreto, para en las manos de un torpe o de un mentecato; con que el idilio se convierte en comedia o en tragedia.

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Quéjanse a menudo de su desgracia los matrimonios de obreros. Y, sin embargo, el esposo goza de un excelso privilegio pocas veces concedido a los hombres de refinada cultura: la posibilidad de dialogar con su mujer. Equivalente a su marido en gustos y aspiraciones, la esposa del jornalero desempeña el cuádruple oficio de confidente, consejera, camarada y amante.

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El beso, que los poetas consideran como sublime conjugación de dos almas, no es para el científico sino un simple intercambio de microbios labiales.

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La piedra de toque de los celos, tan encomiada por muchos como rasgo distintivo de la pasión sincera, nos engaña en la mayoría de los casos; porque si hay celos de amor, los hay también, y harto más frecuentemente, de amor propio y hasta de móvil crematístico.

El criterio decisivo consiste en el coeficiente de abnegación y desinterés demostrado por los amantes.

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Hay muchos esposos que tienen el mal gusto de aborrecer a la suegra, de quienes se venga irónicamente el atavismo. Porque cuando menos se piensa, se encuentran con que la esposa les regala un retoño, trasunto fidelísimo de la mamá política. Y reconocen con pena que, para los efectos biológicos, en vez de casarse con la hija se casaron con la madre.

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En materia de amor, cúmplese a menudo la ley mínimo esfuerzo. Hay gentes tan perezosas que se casan con su prima, con su madrastra, hasta con su criada, por la sencilla razón de tenerlas muy a mano.

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Hay en los besos apasionados de ciertas hembras sensuales un no sé qué de amenazador y de salvaje. Recuerdan el feroz transporte amoroso de arácnidos e insectos.

En la frase vulgar “te comería” late quizá un vestigio de ancestral canibalismo.

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Sólo hay en la mujer una época en que el amor, manifestación de instinto imperioso, surge limpio de toda codicia: la inocente edad de los quince a los dieciocho años.

Después… todo pretendiente suele ser antes pesado que escuchado. Superfluo parece indicar que en esta operación comercial la romana está en las prudentes manos de la futura suegra. Toda precaución es poca, ya que el instinto sexual tiene a lo mejor impensados y peligrosos ritornellos.

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Sería acaso ilusión de la vejez; pero paréceme que la hembra clásica, de cuyas formas nos legaron Grecia y Roma modelos inmortales, se masculiniza progresivamente en nuestra edad de hierro, a impulsos del exótico deportismo en las ricas, y de las torturas del obrerismo en las pobres. Esta impresión se acentúa cuando se viaja por Alemania, Inglaterra o Norte América.

El seno gentil atenúase de día en día en las razas más civilizadas, como presagiando el biberón compensador; el talle se alarga, perdiendo sus graciosas curvas, y el cerebro, inestimable joya femenil, hecha de adorable sensibilidad, de generosa pasión y de jovialidad atrayente, adquiere paulatinamente contextura viril, cuando no se convierte en lamentable artefacto de cocinar, escribir, calcular y perorar. Con razón hace notar Azorín la moderna tendencia a la unificación de los sexos.

¿Adónde iremos a parar con este desdichado fenómeno de desdiferenciación sexual? Mucho me temo que en lo futuro el ángel del hogar se convierta en antipático virago, y que el amor, supremo deleite de la vida, se transforme en onerosa carga impuesta por el Estado para fabricar a destajo obreros y soldados.

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Cuando veo una señorita cursi, a quien hace la corte elegante extranjero, pienso para mi capote: ¡Pobrecilla! ¡Qué amargo desengaño la espera cuando sepa, al fin, que para su ensoñado príncipe ruso representa el modesto papel de un Ollendorff!

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Afirmaba Voltaire, y han repetido después varios escritores, entre ellos Shopenhauer, “que, necesitada de un amo, la mujer joven se somete a un amante y la vieja a un confesor”.

Dando por exacto el concepto, -que nos parece harto aventurado-, no le queda al marido futuro sino esta solución: escoger esposa de la cual pueda ser a un mismo tiempo amante y director espiritual.

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En su arsenal dialéctico contra la esquivez o la tacañería de amantes, padres y maridos, la mujer posee un argumento más que el hombre: el beso. Con él cierra definitivamente la boca del más hábil polemista y abre el bolsillo más recalcitrante.

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Asómbrame la intrépida y sublime inconsciencia con que la mujer persigue el matrimonio, donde la esperan a menudo, con la maternidad ansiada, la desilusión del amor, la fealdad física y no pocas veces la enfermedad y la muerte prematura. Lo que poéticamente llamó Renán la “herida del amor”, es una llaga dolorosa que suele sangrar toda la vida.

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Nuestras adorables adolescentes son víctimas resignadas de la moda, a la cual se adaptan sin reparar en sus defectos físicos y en el tono de sus cabellos y piel.

La tiranía de los modistos parisinos impuso hace algunos lustros a nuestras bellas la exhibición de clavículas y pectorales.

En el teatro y las soirées exigía, y creo que exige, amplio y rasgado descote posterior (amén del provocativo anterior), revelador de la columna vertebral, los trapecios y los omoplatos.

En otras ocasiones, ha decretado la desnudez del brazo hasta el deltoides. Ahora priva la moda de lucir por calles y paseos el tendón de Aquiles y el cuádriceps de la pierna, bien que velados por sutilísima tela de araña; con lo cual muchas infelices, ignaras en cuanto a estética femenina, en vez de curvas atrayentes ostentan fúnebres canillas o amoratados sabañones. Si la imposición de los modistos sigue por este camino, ¿qué extensión de anatomía inédita quedará reservada al futuro marido? ¿Cuál será en lo porvenir el paralelo del pudor?

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Aunque el caso sea raro, se ven mujeres listas y hasta bellas, casadas con imbéciles. ¿Para elevarlos o para deprimirlos? Lo último parece más probable que lo primero. Al revés del asno de Apuleyo, que recobró la forma humana comiéndose una rosa, estos infelices se comen una rosa para convertirse en asnos.

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La mujer egoísta cotiza en el joven el porvenir probable; en la gente madura, el presente próspero, y en el viejo, el cuantioso capital acumulado. Refinado financiero, el genio de la especie pregúntase: ¿Ganará dinero? ¿Lo gana? ¿Lo ganó?

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La mujer es como la mochila en el combate. Sin ella se lucha con desembarazo; pero, ¿y al acabar?

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Fabre nos conmueve al contarnos las crueldades del escorpión, que se come a su consorte, o de la Mantis religiosa, que devora al macho en pleno espasmo de amor.

¿Es que en nuestra propia vida no se dan a veces parecidas monstruosidades? ¡Cuántos amantes y maridos no mueren devorados por sus mujeres!

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La amistad entre mujeres jóvenes suele ser afección efímera, mantenida exclusivamente hasta que aparecen el novio o el esposo codiciados.

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Las uniones baratas e instantáneas son las que dejan recuerdos más caros y duraderos.

Transcripción original

Sobre el amor y las mujeres