Necesidad de la vacunación antivariolosa
Con motivo del 100º aniversario de Seguros Afemefa difundiremos un artículo histórico semanal, publicado en la revista oficial de la Asociación Ferroviaria Médico-Farmacéutica, para rememorar nuestros inicios con todos vosotros.
Esta semana os dejamos un artículo escrito por el doctor Juan Arjona, publicado en la revista VIDA FERROVIARIA, en septiembre de 1924.
En este relato el doctor habla sobre la epidemia de viruela que afectó a Madrid a principios del siglo XX y destaca la importancia de la vacunación para protegerse frente a cualquier virus.
Epidemia de viruela en Madrid
Un motivo de triste y, por qué no decirlo también, de vergonzosa actualidad en Madrid, es la existencia de una epidemia de viruela que con bastante intensidad se extiende y hace víctimas por barrios obreros que, como el Pacífico y Puente de Vallecas, desprovistos de las más elementales condiciones higiénicas, se prestan a la propagación de toda clase de enfermedades.
Es doloroso confesar que hoy día que en ningún país culto de Europa se conoce la viruela más que de nombre y que su estudio no pasa más allá de las fronteras de los libros de texto, ya que la presencia de un solo caso constituye un verdadero hallazgo, en España, y para mayor inri en su capital, se repitan periódicamente estas epidemias, de las cuales sólo son a mi juicio responsables las personas encargadas de velar por la sanidad y de realizar sobre todo una buena labor educadora que haga ver a todos y les convenza de las ventajas y seguros beneficios que con la práctica de la vacunación se consigue, logrando de este modo que ésta sea no uno de tantos requisitos o molestias obligatorias a que han de someterse los ciudadanos en ciertas ocasiones y a los que van temerosos y de mala gana, sino un acto consciente al que todos deben prestarse del mejor grado sabiendo bien los seguros beneficios que de él han de lograr.
Este es un problema, a mi juicio, de cultura, de educación de las masas, y en esta labor divulgadora está el secreto del éxito, pues los procedimientos de vacunación forzosa fracasan ya que no hay modo humano de obligar a los no convencidos y a los que por falta de conocimientos profilácticos se dejan llevar aún de prejuicios arraigados en ciertas gentes y que les hacen ver en esta práctica algo peligroso que no ha de reportarles ninguna ventaja y sí sólo perjuicios.
Yo sé bien que entre todas las personas que han, de leerme no ha de haber ni una a la que pueda imputársele esto, porque afortunadamente la clase ferroviaria es una de las que gozan de un nivel cultural medio más elevado, y por tanto no ha de ser en ella donde la viruela ha de hacer sus víctimas; pero creo sin embargo necesario tratar este tema, porque a veces las cosas de puro sabidas llegan a olvidarse y nunca está de más un a modo de toque de atención o recordatorio para todos.
La importancia de la vacunación contra la viruela
La práctica de la vacunación contra la viruela ha sido una de las grandes conquistas de la Medicina del siglo XIX y ha logrado casi desterrar esta enfermedad en muchas naciones en las que son desconocidos esos tipos de caras picadas por las cicatrices que quedan después de las pústulas y que tan frecuentes son en otros países como Marruecos, donde esta práctica era desconocida hasta hace poco.
Empezaré sentando como afirmación absoluta que la vacunación nunca ni en ningún momento puede ser peligrosa, y que si en circunstancias normales puede retardarse su práctica por existir momentáneamente otra enfermedad, en caso de epidemia deben vacunarse siempre todos, sean las que fueren las circunstancias y sin que haya nunca razón suficiente para impedirlo.
Los niños de pecho pueden vacunarse ya desde que tienen cuatro o cinco semanas, sin que su corta edad sea disculpa para no hacerlo, pues precisamente por ser organismos tan débiles gozan de una gran receptividad para toda clase de enfermedades eruptivas, y por consiguiente el peligro en ellos, de que sean atacados, es mucho mayor.
Una vez hecha la primera vacunación que es la de más intensos efectos, pues no sólo confiere una inmunidad absoluta durante ocho o diez años, sino una relativa durante toda la vida, como lo prueba el que las demás vacunaciones prenden sólo ligeramente o no prenden, debe renovarse ésta periódicamente cada cinco años en los veinte primeros de la vida, y luego espaciarlas cada ocho o diez años, ya que si bien es verdad que el resultado de la vacuna dura este segundo lapso, conviene asegurarse, puesto que tan poco trabajo cuesta, máxime si se tiene en cuenta que esto no es una verdad absoluta, toda vez que su mayor o menor duración depende de la intensidad de los efectos producidos en las personas, quienes por no seguir esta práctica pudieran ser atacadas.
En tiempo normal, es decir, cuando no hay epidemia, se puede esperar y no vacunar a los que tengan una enfermedad febril porque muchas veces no da resultado aquélla, pero aun haciéndola en este estado no tiene ningún peligro, pues todo lo más que puede hacer es fatigar algún tanto al enfermo, causa por la que generalmente se espera a que esté curado. Lo mismo sucede en las personas que padecen alguna enfermedad de la piel, y sobre todo si es un excema, ya que la vacunación en estas condiciones pudiera provocar un brote agudo del mismo.
La necesidad de la vacunación en tiempos de epidemia
Pero de todo esto debe prescindirse en tiempo de epidemia y vacunarse todo el mundo, aunque haga pocos años que lo hicieran. Es más, deben vacunarse hasta los que hayan padecido ya la viruela porque así se evitarán un segundo ataque, que está en lo posible.
Esta práctica debe ser excesivamente rigurosa con las personas que vivan en las inmediaciones de las atacadas, convivan con ellas, o estén en el foco epidémico y cuyas probabilidades de contagio son por consiguiente mayores. La vacunación practicada aun en el período de incubación de la viruela, es decir, en el que precede a la aparición de la enfermedad, pero en el que ésta ya existe de un modo latente u oculto, no sólo no la agrava cuando brota que es el temor de muchos, sino que la atenúa y la hace más benigna.
Vemos como consecuencia que la vacunación debe siempre hacerse sin temor alguno, pues no hay razón de ninguna clase que abone éste y además, ¡qué responsabilidad tan grande la del que omite o rechaza esta práctica en personas de su familia si éstas más tarde fueren atacadas! Yo citaré a este propósito un caso de los raros que aún encontramos en el ejercicio de nuestra profesión.
Se trata de un padre, que fundándose en que un primo suyo había muerto por vacunarlo -¡sabe Dios de lo que moriría!- se había negado sistemáticamente a todas las advertencias y exhortaciones que en varias ocasiones le hice para que vacunase a sus hijos, disculpándose siempre con evasivas y dilaciones por no querer contraer la grave responsabilidad de realizar esta medida sanitaria. ¡Si vierais con qué dolor y desesperación reconociéndose el único culpable, vino a darme la razón al perder más tarde uno de sus hijos llevado trágicamente por esta enfermedad, y ver al otro desfigurado y tristemente marcado para toda su vida, cual eterno reproche a su inconsciencia!
Cómo se genera la inmunidad frente el virus
La vacunación para la viruela como para las demás anormalidades de la salud en que se realiza, tiene como fundamento el que toda persona que ha pasado una enfermedad queda, después de curada -durante un período de tiempo más o menos largo, que varía desde sólo días hasta toda la vida-, refractaria o inatacable para esa misma enfermedad.
Entonces es cuando se dice que esta persona está inmune, y esta inmunidad la ha adquirido en la lucha que durante la enfermedad sostuvo su organismo contra el microbio causante, merced a multitud de substancias llamadas defensas que se han producido por los estímulos de la lucha que obran de una manera específica precisamente sobre estos microbios, y no sobre otros, destruyéndolos, y también sobre los venenos fabricados por ellos, los que neutralizan o descomponen.
Cuando estas substancias se producen en cantidad suficiente durante la enfermedad, el organismo puede más que el microbio, lo mata y destruye, y por consiguiente sana. Pero si son insuficientes aquéllas, entonces es éste el que triunfa en la batalla empeñada y la persona atacada muere.
Ahora bien; como quiera que en el caso primero el organismo no se limita sólo a producir defensas en la justa medida para acabar con el microbio invasor, sino que las produce siempre con exceso y este remanente de defensas (substancias antimicrobianas y antitóxicas) persistiendo en el organismo durante un tiempo más o menos largo es el que impide, destruyéndolos, una nueva irrupción o penetración de los gérmenes que dieron lugar a la primera infección.
Este período de inmunidad varía según las enfermedades, pues hay algunas, como el sarampión y escarlatina, en las que dura toda la vida (salvo raras excepciones), la fiebre tifoidea en la que alcanza de cinco a seis años, la erisipela muy pocos días, etcétera, etc.
La introducción de la variolización en Europa
Fundándose en estos hechos, se pensó provocar una enfermedad atenuada mediante cualquier artificio que, siendo lo bastante débil para no perturbar la vida de una persona, fuera en cambio lo suficientemente estimulante para provocar una gran producción de defensas que, quedando luego remanentes en el sujeto, impidieran un ataque verdadero y serio del mismo microbio contra el cual se había vacunado.
Esto, que se logró para gran número de enfermedades, ha tenido el éxito más brillante para la fiebre tifoidea, que es otra de las dolencias que más se benefician de la vacunación. A pesar de todo esto debo decir que la vacunación contra la viruela, que fue la primera de todas las conocidas, se practicaba de un modo empírico, es decir, sin saber el cómo ni el porqué de su acción, mucho tiempo antes que estas ideas se abriesen paso en la ciencia, pues en China era conocido desde tiempo inmemorial que la inoculación de la viruela, al determinar una viruela atenuada dejaba a la persona inoculada refractaria para un nuevo ataque, de esta enfermedad.
De ahí que esta práctica de variolización fuera corrientísima, e importada a Europa en el siglo XVIII se generalizó rápidamente. De modo que lo primero que se hizo no fue vacunar sino variolizar, es decir, contagiar una viruela atenuada para que preservase de un ataque serio.
Pero hecho esto, aún se vio que encerraba algunos peligros, porque muchos variolizados presentaban tanta gravedad como los atacados de viruela corriente y algunos se morían. Lo que unido a un descubrimiento afortunado hizo que se reemplazase la variolización por la vacunación.
El descubrimiento de la vacuna
La vacuna fue descubierta casualmente por Jenner, médico variolizador, al observar que las personas que ordeñaban las vacas afectas de una enfermedad llamada vacuna, parecida a la viruela humana, se contagiaban con las pústulas que frecuentemente salen en las mamas de estos animales, quedando después inmunes para la viruela.
Observado que fue esto, bien pronto se le ocurrió al citado galeno inglés, reemplazar por esta inoculación de la vacuna, la peligrosa variolización, y ello, que rápidamente alcanzó gran boga y se difundió, es lo que hacemos en la actualidad.
Con la vacunación lo que se consigue es inmunizar contra la viruela provocando una enfermedad atenuada. La vacuna, que probablemente es la viruela de los animales (vaca, caballo, asno, oveja, etc.), que al pasar al hombre, produce en él una reacción que, sin poderse llamar enfermedad, es lo suficiente estimulante para inmunizarle contra la viruela.
Aquí notarán todos un juego de palabras de vacuna y viruela que quizás los desoriente un poco y les haga dudar de la especificidad de la inmunidad de que ya he hablado al encontrarse que una enfermedad contagiada inmuniza contra otra distinta. Esto no es más que cuestión de nombres, pues ambas enfermedades son probablemente la misma, atenuada como consecuencia de su paso por los animales.
Aunque todas las suposiciones están a favor de esto, falta la comprobación, porque aún no se ha descubierto el microbio productor de una ni de otra. Con ellas se da el caso raro de que manejemos con la linfa vacuna un microbio sin conocerlo aún. La vacunación se hizo primeramente de brazo a brazo, es decir, con el pus de la vacuna de una persona se vacunaba a otra; pero este sistema se abandonó en razón a los peligros de contagio simultáneo de otras enfermedades, sobre todo la sífilis, y hoy se emplea exclusivamente la vacuna animal.
Preparación de la vacuna animal
Esta vacuna se prepara en terneras de seis a ocho meses que son inoculadas en la piel del vientre, lo que da lugar a que dichos animales pasen unos días de fiebre y les brote luego una gran erupción en la citada región, formada por abundantes pústulas, cuyo sero pus recogido es el que se emplea para vacunar a las personas. Esto puede hacerse, directamente de la ternera o con este pus o linfa vacuna retenido en tubos, sólo o mezclado con glicerina para su mejor conservación.
Efectos secundarios de las vacunas
La primera vez que se practica la vacunación en las personas, sobre todo en los niños de pecho, prende casi siempre con mucha intensidad, dando a veces bastante fiebre e inflamación local con una extensa postilla.
Las vacunaciones ulteriores ya suelen ser más débiles hasta el punto de no dejar casi cicatriz y muchas veces siquiera prenden, lo que no debe preocupar porque prueba que aún duran los efectos de la vacunación anterior, si bien esto debe servir de estímulo para no diferir mucho tiempo una nueva vacunación.
He aquí todo cuanto acerca de la vacunación deseaba decir, no queriendo terminar sin insistir una vez más, aunque se me tache de machacón, en lo indispensable que es para todos, especialmente en tiempo de epidemia, el vacunarse, ya que nunca se peca por exceso.
Y, para terminar, recordemos a todos el tan conocido como antiguo aforismo, siempre de actualidad, de que es más fácil prevenir que curar.
DR. JUAN ARJONA
Transcripción original